XXVII: La Oscuridad al Final del Túnel

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XXVII: La Oscuridad al Final del Túnel

La luz nunca llegó. No había salida de la cueva, sino entrada. Una majestuosa puerta de roble con el cerrojo labrado y marco dorado topaba la oscuridad al final del túnel. No había ángeles, ni túneles, solo rocas, humedad y un par de gárgolas en guardia.

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Temeroso, te acercaste al picaporte, pero las gárgolas te cerraron el paso. Mostraron sus colmillos y abrieron sus alas haciéndote ver desde un inicio que no eras bienvenido. El susto te hizo tambalear y por poco caes de no ser por el atril del que te detuviste. Sin embargo, el libro que sostenía no contó con la misma suerte e hizo un estruendo al caer.

Lo devolviste a su sitio, sacudiste su empastado de piel con manos torpes y sentiste la marca “XXVII” que sobresalía de la cubierta. Pasaste tus dedos por todo el filo y, cuando estabas por abrirlo, detrás de un repentino humo rojizo apareció la figura de un mal encarado hombre narigón.

—¿Nombre? —preguntó el mozo colocándose tras el atril.

Respondiste y abrió el libro, no sin antes lanzarte una mirada juzgante al escuchar tu fantoche nombre de pluma. Recorrió la lista de arriba abajo, cambió de página al menos una docena de veces y al fin encontró tu expediente justo antes del de Pete Ham.

Levantó la cabeza y casi te golpea con los pequeños cuernos que brotaban de su frente. Frunció sus tupidas cejas incrédulas, volvió a bajar sus ojos y releyó tu nombre cuidadosamente para asegurarse de que no se trataba de un error.

—No me parece que seas del tipo, pero eso lo tendrá que decidir el jefe —dijo meneando su prominente nariz.

Sacó una llave de su bolsillo, las gárgolas se echaron a un lado, la puerta crujió al abrir y brotó un intenso olor a azufre y whisky del interior. La oscuridad perdió intensidad para dar paso a una tenue iluminación amarillenta hasta llegar a un elegante salón con sillones aterciopelados, candelabros enormes colgando del techo rocoso y una inmensa barra de bebidas ilimitadas.

La temperatura dentro aumentó, tanto en sentido figurado como literal. Se escuchaba Back to Black de fondo y, sentada en la barra, Amy tarareaba su propia canción. Lucía el mismo cabello enmarañado y voluptuosos labios que a sus eternos 27.

—Luces muy sobrio —te dijo con esa candente voz que solo el jazz podía apaciguar—. Sírvele lo más fuerte que tengas, Naberius —ordenó al demonio camarero.

—Señorita Winehouse —interrumpió el mozo narigón—, aún no es miembro del club. Su Majestad todavía no aprueba su ingreso. Y para serle franco, tengo dudas de que lo vaya a aceptar.

—Bueno, pues me lo tomo yo a tu salud —dijo Amy encogiéndose de hombros.

Te lanzó un guiño y engulló todo el licor de una. Era evidente que ni el Chamuco la había convencido de ir a rehabilitación.

Atravesaste el salón hasta la sala de espera. Te sentaste frente a una puerta de mármol con un par de antorchas a los costados. El mozo llamó por un intercomunicador y del otro lado se escaparon los gritos de su patrón:

—¡Llévalo a dar la vuelta un rato! Estoy muy ocupado, Amón.

El demonio narigón te miró con hartazgo haciéndote una seña para que lo siguieras.

—Te voy a mostrar el lugar. Igual no creo que dures mucho aquí, así es que considéralo un inusual regalo de Su Majestad.

El mozo tenía razón, no encajabas ahí. Había más drogas por metro cuadrado que todas las que habías visto en tu vida. En una esquina del salón, una mujer de lentes y cabello alborotado se desparramaba en uno de los sillones; sobre la mesita había un par de jeringas. El mozo notó tu mirada hostigadora y te llamó la atención.

—Déjala en paz. Bobby McGee nunca pudo entrar al club. No todo es fiesta por acá. Aunque para ser franco, nunca he visto llorar a alguien en la habitación a la que nos dirigimos… al menos no por males de amor.

Recorrió una cortina y lo primero que viste al otro lado fueron las nalgas de Jim Morrison. Estaba rodeado de unos 14 pares de senos rebotando al ritmo de Light My Fire. Puede que Linda Jones estuviera involucrada en la orgía, mas tú desviaste la mirada y nunca lo comprobaste. Quién sabe si por respeto o por vergüenza.

Amón soltó una risita al percatarse de tu incomodidad y volvió a correr la cortina. El resto del tour incluyó un estudio de grabación rodeado de fuego, un comedor repleto de manjares y una piscina con vodka en vez de agua. Si bien no encajabas, sería fácil acostumbrarte a esos lujos.

Volviste a la sala de espera. En el vestíbulo, Janis parecía haberse quedado dormida y Amy coqueteaba con alguien que se hacía pasar por el guitarrista de los Rolling Stones. El mozo apuntó su nariz hacia la puerta de mármol y te volviste a aplastar en tu silla. Aunque no duraste mucho tiempo porque al poco se oyeron unos gritos despavoridos provenientes del gran salón. No era una tortura ni mucho menos, sino unas groupies diablitas extasiadas por ver a Jimi Hendrix.

Y es que el club no solo lo albergaba a él, sino que había logrado una reunión épica. Jimi rasgaba su guitarra al ritmo de Smells Like Teen Spirit mientras Kurt deleitaba a sus fans y las diablitas arrojaban sus sostenes al escenario improvisado frente a la barra. Saliste a escuchar la combinación mágica y hasta el mozo se unió a la fiesta. Solo escucharon Hey Joe y te forzó a regresar a la sala de espera pese a tus objeciones.

No pasó mucho tiempo hasta que el Chamuco se dignó a abrir. Un pasillo largo llevaba hasta una escalinata con un trono de fuego en la cima. Desde ahí, con sus ojos rojizos, te miraba con fastidio.

—¡Amón! ¿Qué tan importante era esto como para interrumpir mis actividades? Esos políticos no van a gobernar solos, ¿verdad?

—Disculpe jefe, pero es un caso muy extraño y necesitaba que usted tomara la decisión. Nos llegó un nuevo miembro que absolutamente nadie conoce, pero el libro dice que debe entrar.

—Préstame su expediente.

El Chamuco hojeó tu historial de vida durante un par de minutos acariciándose la barbilla.

—¿Cómo moriste? —te preguntó directamente.

Le contaste tu última noche. Titubeante, explicaste tu intención de no llegar a los 28 sin vivir como rock star. Detallaste cada bebida y estupefaciente que ingeriste hasta perder el conocimiento. Después de eso, ni tú mismo recordabas nada. Tu siguiente memoria era tu andar hasta llegar a la oscuridad al final del túnel donde las gárgolas te esperaban.

—Escritor, ¿cierto?

Asentiste.

—Pero, ¿cuánta gente te leía?

—Yo, emm, vendí unas 180 copias de mi novela.

—¿Entonces te mataste creyendo que serías más famoso después de morir? No a todos les funciona ese truco, ¿sabes? Primero debes hacerte de un nombre.

El Chamuco siguió viendo tu expediente rascándose la cabeza.

—Es que ni siquiera serías el primer mexicano. Aparentemente alguien dejó pasar a un tal Valentín hace algunos años —dijo viendo acusadoramente al mozo.

—Fue la semana que estuve enfermo, señor —se defendió Amón.

El Chamuco giró sus ojos, sacó un suspiro y anunció su decisión:

—Sabrá Dios cómo entraste a la lista, pero te voy a dar una oportunidad. Algunos miembros actuales ya solo se dedican a beber y coger. Cobain y Hendrix no salen de su mismo repertorio y las groupies son poco exigentes. Tal vez un poco de aire fresco los inspire a seguir creando por acá. ¿Te interesa el trato o prefieres pelarte con los angelitos?

—Me encantaría quedarme, señor –dije sin dudar.

—De acuerdo. Solo hay una condición. Si pasa un solo día que no pongas a trabajar esa inexperta pluma tuya, te regreso a la tierra condenado a una vida de godinez eterna. Sírvete tomar lo que quieras para inspirarte.

[…]

Y pues hete aquí, escribiendo cualquier cosa con tal de vivir en los eternos 27. El Chamuco nunca se enteró de que colaste esta misma historia en tu expediente de vida y la tomó como verdad. Nunca se percató de que era tan solo ficción. O quizá sí lo notó, pero entiende que de eso vive él mismo y eso es mucho mejor que la realidad.