La Luna del Cazador

La Luna del Cazador

Hacía 15 años que no sentía la misma angustia en su pecho. Pese a que sólo era una pequeña niña, Carmen recordaba a la perfección el estruendo de la puerta cuando papá salió de casa para jamás volver. Nunca había llorado más que aquella noche de octubre. Mamá intentaba consolarla, pero con un ojo morado y sus propias lágrimas sólo conseguía un berreo en conjunto.

Pasaron los años compartiendo la pena, las unió un mismo dolor y crecieron juntas en la granja que aquel hombre abandonó. Habían cocinado juntas absolutamente todos los días, hasta aquella tarde en la que mamá desapareció.

Carmen había estado toda la mañana en el huerto recolectando verduras para hacer ensalada; se suponía que mamá estaría en la cocina moliendo granos, pero los elotes seguían intactos sobre la mesa y ya pasaban de las 2 pm.

—¿Mamá? –retumbó su voz en las paredes de madera–. ¿Dónde estás?

El corazón le comenzó a latir fuertemente y el mismo agujero de años atrás se empezaba abrir en su pecho. Corrió a la habitación de mamá y encontró todo en orden. Toda su ropa estaba colgada, los cajones acomodados y la cama tendida. Ninguna señal de que hubiera huido sin decir adiós, como papá.

Buscó por toda la granja implorando a todo pulmón por que apareciera. En el lavadero no había rastros de ella y nadie había recogido los huevos del gallinero. Las aves volaron de entre la milpa con uno de sus gritos y parecían llevarse entre sus alas la última esperanza de encontrarla.

Se puso las botas y cruzó el maizal para ir con los Ramírez, tal vez había ido a pedirles algo para la comida sin avisarle. Las aves que no se habían asustado con sus gritos se alejaron al sentir los pasos sobre el fango; el graznido de los cuervos le taladró los oídos. Detestaba ese camino y más al señor Ramírez, pero no se le ocurría a dónde más ir. Casi llegaba al final cuando se agitaron con violencia unas ramas y escuchó que algo cayó al suelo.

–¿Mamá?

No recibió respuesta. Contuvo la respiración y únicamente oía el viento moviendo las hojas. Avanzó sigilosamente buscando qué había pasado hasta que un golpe la derribó al suelo. El más pequeño de los Ramírez se había estrellado con ella.

Mientras se limpiaba el lodo de las manos vio la pelota de cuero que buscaba su vecino. El niño de unos 11 años se disculpó con una seña y le ofreció la mano para que se levantara.

—¿Has visto a mi madre? –le preguntó haciendo movimientos con sus manos.

El niño se encogió de hombros, dio media vuelta y salió del maizal. Frustrada, Carmen dio un fuerte pisotón y lo siguió hasta su pórtico.

—Tan grosero como su padre –se dijo en un susurro–. Escucha… bueno, obsérvame, sólo quiero saber si mi mamá vino hoy con ustedes.

El niño, que ahora sí parecía haber comprendido las señas de Carmen, negó con la cabeza.

–¿Está tu familia? –preguntó apuntando hacia la puerta de la casa. Parecía estar vacía.

Volvió a negar. Señaló en dirección al pueblo e hizo un movimiento de manos que la hizo entender que habían salido.

–Bueno. Si ven a mi mamá, podrían avisarme, ¿por favor?

Él asintió y se volteó a jugar con su pelota. Carmen regresó a casa sin saber si había logrado transmitir el mensaje. Al menos esperaba que el niño Ramírez le hiciera saber a sus padres que ella había estado allí. Quizá la buscarían más tarde para conocer la razón de su visita.

Logró calmar los nervios para preparar la comida. Pensó que era una buena idea servir dos platos de estofado en caso de que mamá regresara a tiempo. Preparó la mesa y se sentó a comer sola. Vio la silla vacía, la cuchara nueva y le pasó el recuerdo de papá por toda la espina dorsal. Se sentía mal de no esperarla, pero ya eran casi las 6 y no había comido nada. Con el estómago lleno al menos tendría más claridad para pensar.

Terminó de comer y esperó un rato sentada hasta que se enfrió el estofado intacto de mamá. Lo devolvió a la olla, lavó los trastes y se paró en la puerta a ver el atardecer. El sol se metió tras la colina y Carmen sintió un nudo en la garganta.

Debía hacer algo ya o no volvería a verla. Tomó un suéter, encendió la lámpara de aceite y se volvió a poner las botas. No le quedaba más que ir a buscarla al pueblo.

El resplandor de la luna del cazador la guió entre la hierba por largos minutos. La lámpara temblaba entre sus dedos y las piernas se le derretían. El aullido de un lobo entre las penumbras desató el nudo en su garganta y una lágrima resbaló por su mejilla. No podía estarle pasando otra vez; no con mamá, ella había prometido que estarían juntas por siempre. Algo debió pasarle.

–No puedo quedarme sola, por favor –susurró entre sollozos para sí misma.

La tenue luz de una farola al fondo del camino la calmó por un instante. Era la estación de policía. El comisario ya iba de salida, pero se detuvo al ver a Carmen con el rostro desencajado dando tumbos en su dirección. Sacó un suspiro, hizo girar su llave nuevamente y la invitó a pasar.

–Carmen, el día de hoy no se ha reportado ningún accidente. Regresa a casa, tal vez vuelva pronto —la consoló el comisario cruzándose de brazos—. Quizá fue por agua al pozo de los Aldama.

—No lo creo oficial, está muy lejos y nosotros todavía tenemos agua.

—Bueno, quizá la invitaron a quedarse a comer y la reunión se alargó.

–Pero me habría avisado.

—¿Qué te puedo decir, Carmencita? A veces las personas actúan de formas inesperadas. Mañana me doy una vuelta para ver cómo sigues. ¿Te parece?

Ella agachó la cabeza y asintió. El comisario la acompañó hasta la puerta y le dio un abrazo antes de despedirse.

—Anda, vuelve antes de que sea muy tarde. Una dama como tú no debe andar sola a estas horas de la noche.  

Carmen encendió su lámpara con la mirada perdida y casi arrastrando los pies retomó el camino de vuelta.

–¿Todo bien con ella, comisario? —preguntó un cochero que pasaba por ahí mientras se perdía la silueta de Carmen en la oscuridad.

—Lo mismo de las últimas semanas, Pepe —respondió meneando la cabeza con franca tristeza.

—¿Sigue en negación?

–Eso parece. Otra vez preguntando por Doña Marta. A veces pienso que debimos obligarla a ver su cadáver para que cerrara el ciclo.

—Pero fue horrible cómo la dejaron los lobos.

—Eso sí. Y Carmencita estaba en un trance del que nadie la podía sacar. Soy un idiota, Pepe. Debí haber actuado en cuanto atacaron a los Ramírez.

—No sea tan duro con usted, todo ocurrió en cuestión de 24 horas. Ni siquiera habíamos encontrado los cuerpos de los Ramírez cuando Doña Marta murió. De hecho, el último cuerpo, el del más pequeño, no apareció hasta varios días después entre la milpa.

–¿Podría seguirla, Pepe? Nomás para asegurarnos de que llegue con bien a casa.

–Con gusto, comisario. Y estese tranquilo que gracias a usted el pueblo es seguro de nuevo. Las trampas han servido de maravilla. Desde aquel día no hemos vuelto a tener un solo ataque de la manada.

Se despidieron acomodándose el sombrero y el cochero echó a andar sus caballos. El comisario lo vio perderse a la luz de la luna llena, encendió un cigarrillo para soltar los nervios y emprendió su andar de regreso. Nunca se perdonaría haberle destruido la vida de tal manera a una inocente jovencita.

Su esposa lo recibió con una sopa de garbanzos, pero no tenía apetito para nada.

—¿Qué te pasa, cariño? Apenas y has tocado tu cena. ¿No te gustó?

—No es eso, sólo no tengo hambre.

—Cuéntame —lo sujetó su mujer de las manos—. ¿Qué te pasa?

—Carmencita volvió a ir hace rato a la comisaría.

—Ay, cariño. Los accidentes pasan. Fue mala suerte que Mauricio se metiera a las granjas. Lo bueno es que ya lo controlamos.

—Pero yo dejé el candado abierto, no tendría porqué haber llegado ahí. A veces pienso que debió atacarla a ella también, al menos así no se habría quedado sola en la vida.

—Pobre muchacha —agachó la mirada—. Pero mira, si las inyecciones funcionan, podríamos casar a Mauricio con ella. Así la cuidarías más de cerca y te reivindicarías de alguna forma.

—Primero hay que ver si funciona el remedio —dijo sin ánimos levantándose de la mesa—. Hablando de Mauricio, hoy es luna llena. Voy a quedarme vigilando la jaula toda la noche sólo para estar seguro de que ahí se quedará.

El comisario se puso un abrigo, le dio un beso a su mujer, tomó un trozo de carne con una mano y el rifle con la otra, y fue a la choza detrás de su casa. Su hijo estaba vuelto una fiera. Le lanzó el pedazo de ternera y, una vez que se devoró su cena, le disparó un dardo tranquilizante. Esperó a que cayera dormido para abrir la jaula, le puso la inyección que les dio el chamán y se quedó un rato acariciándole el pelo detrás de la oreja.

—En cuanto puedas salir de aquí, te voy a presentar a una jovencita muy bonita. Pero primero, tienen que desaparecer esos colmillos.

Le dio unas palmaditas en la cabeza, volvió a cerrar la jaula y le dio dos tirones al candado para asegurarse de que quedara bien puesto en esta ocasión.