Navidad de Porcelana

Navidad de Porcelana

Recostado en su cama, con el ceño fruncido y conteniendo la rabia, el viejo veía a la muchacha sacudir por aquí, limpiar por allá; se movía de un lado a otro arreglando esto, acomodando aquello y se cruzaba una y mil veces por en frente del televisor. Estaba seguro de que su único propósito esa tarde era no dejarlo ver el fútbol en paz. 

—¡Florencia! —gritó cuando se cruzó por enésima vez.

—¡Ay! Discúlpeme, Don Clemente. No me di cuenta.  

«Nunca te das cuenta de nada, muchacha tonta» pensó el viejo aguantándose los insultos.

Ya se le habían ido varios ayudantes, supuestamente por su mal genio, por lo que le había prometido a su hija que a ésta la trataría bien. Claro, era muy fácil para ella pedirlo desde su palacio de hielo en Canadá donde no tenía que lidiar con la incompetencia de sus criados.

Esta jovencita, Flor, no era tan mala como las anteriores, pero francamente prefería estar muerto que estar dependiendo de la gente. ¿Qué le iba a hacer? Así lo tenía Dios, dando lástima, sufriendo en una cama sin poderse mover.

—Ya deja de dar vueltas y mejor ponte a hacer algo en la cocina —le dijo a Flor.

—No sea corajudo, Don Clemente. Ya casi termino con su cuarto.

—Apresúrate pues que no dejas ver el juego.

—No sé qué le ve si igual siempre pierden sus Chivas.

—Tú qué vas a saber de fútbol. Ándale, muévete.

La muchacha guardó la última prenda en el clóset, tomó el trapeador con una mano y la cubeta con la otra y la vio salir de su habitación sin decir más. Por fin pudo ver el partido sin que lo molestaran. Seguramente para el deleite de Flor, su equipo perdió 2-0. Apagó el televisor, se cruzó de brazos y regresó a su miseria.

Estaba sumergido en su molestia cuando un dulce aroma se coló en la recámara. Al poco, Flor atravesó la puerta cargando una charola con una jarra humeante y un par de galletas.

—Preparé un poco de chocolate, Don Clemente. ¿Cómo ve si nos quitamos el frío con una taza caliente?

—¿De dónde sacaste chocolate?

—Lo compré en el mercado. Es la receta secreta de la familia. Le va a gustar.

—Bueno. Huele muy bien.

Flor se estiró para tomar una taza del juego de porcelana fina que adornaba el estante, pero Don Clemente le dio un manazo antes de que pudiera tocarla.

—Trae las tazas de la alacena. Este juego de porcelana no se usa, ¿entendido?

—OK, disculpe, Don Clemente. No sabía.

—Pues claro que no sabías.

Ella sirvió el chocolate en dos tazas viejas que encontró y le ofreció una al viejo. La tomó con la única mano que podía mover y se llevó el líquido a la boca. Era lo más delicioso que había probado en años, pero hizo su mejor esfuerzo por no demostrarlo.

—¿Y bien? ¿Qué le parece? —preguntó Flor con una sonrisa.

—Está… bebible.

—Lo tomaré como un cumplido viniendo de usted.

—Tómese sus pastillas con el chocolate. Sabrán más buenas.

—Vaya forma de arruinar este manjar—aceptó refunfuñando mientras se tragaba las píldoras que le dio Flor.

—¡Sabía que le había gustado!

—Es mera cortesía.

—Oiga, ¿y por qué no podemos usar la porcelana? —preguntó señalando el estante—. Es una lástima porque está muy bonita.

—Era de mi esposa. No quiero que tus manos torpes la vayan a romper.

—Entiendo.

Se quedaron un largo rato en silencio saboreando el chocolate.

—¿Flor? —dijo el viejo tras dar su último sorbo—. Acércate.

—Dígame, Don Clemente.

—Pídele a Dios que ya me lleve, por favor.

—No diga eso. Además, yo ni siquiera sé si ese señor exista.

—No seas hereje, Florencia.

—Bueno, yo le voy a pedir a su Dios que sea feliz, ¿le parece?

—Él sabe que sólo muerto podré volver a ser feliz, entonces supongo que está bien.

Don Clemente cumplió su promesa de la mejor manera durante todo el otoño. Trataba bien a Flor y ella dejó de cruzarse frente al televisor cuando jugaban las Chivas. Pero lo que realmente lo motivó a cuidarla más eran esas noches con chocolate caliente que se habían convertido en el único momento que disfrutaba del día.

Llegó el invierno y, pese a su mejorado humor, ella lucía cada vez más cansada e incluso se veía débil al anochecer. Incluso hubo un par de ocasiones que ya ni siquiera se quedó a tomar chocolate con él. No era grosera, pero simplemente había perdido interés.

En Noche Buena, Flor hizo su mejor esfuerzo para hacer el chocolate. Ella sólo le dio un par de sorbos a su taza y recogió los trastes lo más pronto posible.

—Flor —la detuvo con un suspiro antes de partir— ¿Vendrás mañana para festejar Navidad?

—Don Clemente, pero usted sabe que yo ni siquiera creo en Dios.

—No importa, Flor. La Navidad sólo está para recordarnos que podemos ser buenos con los demás sin importar en qué creamos. Te prometo que mañana no seré corajudo.

—OK. Yo le prometo que voy a venir aunque sea un momento a tomar chocolate con usted.

—Gracias, Flor. Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Cuando cerró la puerta, al viejo le vino una idea fantástica para alegrar a Flor. Tomó fuerzas, se arrastró hacia el clóset y sacó una bolsa de regalo navideña donde su hija le había enviado unos calcetines el año anterior. Fue hacia el estante apoyándose en su brazo bueno, pero perdió el balance, chocó con el mueble y se cayeron todas las piezas del juego de porcelana fina. Tan sólo alcanzó a rescatar dos tazas, el resto se hizo añicos esparciéndose por el piso.

Sacó un grito de frustración y se quedó tirado gimiendo hasta que sonaron las campanas del templo anunciando las 12 am. «Feliz Navidad» se dijo a sí mismo con el piso en su mejilla; se quedó dormido entre sollozos y trozos de porcelana.

A la mañana siguiente, el viejo hizo un esfuerzo grande para regresar a la cama sin romper las tazas sobrevivientes. Las metió en la bolsa, se arregló el poco cabello que le quedaba y esperó con ansias a que llegara Flor con su regalo en mano. No le podría dar el juego completo como era su idea, pero esperaba que al menos le gustara tomar chocolate en una taza más bonita.

Pasaron las horas y Flor no aparecía. Don Clemente trató de calmar su desesperación dormitando, hasta que al poco lo sobresaltó el timbre del teléfono. Levantó la bocina que tenía en el buró y escuchó la voz de una mujer al otro lado de la línea.

—¿Don Clemente?

—Sí, ¿quién habla?

—Hola, soy la mamá de Flor. Disculpe la molestia. Me pidió que le avisara que no podrá ir con usted el día de hoy —dijo con la voz entrecortada por el llanto.

—Pero, ¿qué pasó?

—Está muy enferma, señor. El doctor dice que quizá no pase la noche.

Don Clemente se quedó helado tras escuchar la noticia. Soltó la bocina del teléfono y cayó al suelo. Respiró profundo y usó el resto de sus fuerzas para arrastrarse al clóset. Sacó una camisa y unos pantalones, le tomó 20 minutos cambiarse y como pudo se montó en la silla de ruedas.

Puso la bolsa de regalo en su regazo y partió rumbo a casa de Flor. Le costó mucho trabajo echar a andar las ruedas con una sola mano. Había perdido toda la práctica; ni siquiera recordaba la última vez que la había usado solo. No había ni un alma en las calles del pueblo para que lo empujaran, pero por suerte sólo eran unas siete cuadras de bajada según lo que ella le había contado.

Tocó la puerta y una señora con el rostro desencajado lo invitó a pasar. Encontró a Flor en la cama, con la cara pálida y la mirada cansada.

—Don Clemente —lo saludó con voz débil—. Perdón por no irlo a visitar.

—No tienes que decir nada, Flor —contestó con la garganta hecha un nudo. 

—Me alegra verlo. Yo siempre le pedía a su Dios que lo sacara de la cama, aunque fuese solo un día para que recordara lo que era ser feliz. Y mire… supongo que los milagros de Navidad sí existen.

—Te traje un regalo —estiró su mano para darle la bolsa.

Ella sacó las tazas y se le vidriaron los ojos. Levantó la mirada con las lágrimas surcando su sonrisa.

—Don Clemente, acérquese, por favor.

—Dime, Flor.

—Pídale a Dios que mande chocolate donde quiera que ponga a las muchachas herejes como yo.

—No tenemos que esperar a que él lo haga. Dame la receta y ahora mismo te curamos con una taza bien caliente.

Flor le dio las instrucciones paso a paso y con una mano preparó una bebida casi tan suculenta como la original. La vertió en las tazas de porcelana y junto a su mamá celebraron la primera y última Navidad juntos.

Al año siguiente, Don Clemente llegó a casa de la mamá de Flor cargando leche, chocolate y canela en la canastilla de su silla de ruedas. Pasaron Noche Buena compartiendo los alimentos y platicando de sus hijas.

Hacía ya cinco meses que los doctores en Canadá dieron de alta a Flor. Ya no vivía con la hija de Don Clemente, quien la había cuidado de maravilla después de que él la mandó en el primer vuelo del 26 de diciembre para que la atendieran de emergencia en el Hospital General de Montreal. Una vez que se recuperó, se mudó a su propio apartamento y encontró trabajo en un café en el que preparaba las bebidas. Naturalmente, el chocolate caliente era la estrella del menú.