La Noche de las Moscas Caídas

La Noche de las Moscas Caídas

Los vecinos del apartamento de al lado se esforzaban por mantener la voz baja, mas la quietud de la noche no era la mejor aliada de su intento fallido de confidencialidad. Las palabras se escapaban del muro esparciendo el siniestro presagio de los celos en un tono que aumentaba su intensidad. 

—¡Deja de mentir, estúpido! Es obvio que sigues hablando con ella —la vecina acusaba a su marido.

—¡Cállate ya, vieja loca! Y devuélveme mi teléfono o te voy a desbaratar la mano —él se defendía con agresividad.

—¡Déjame ver las fotos!

—No vas a ver nada. Y ya ponte a dormir o vas a despertar a todo el vecindario.

—Es mi última advertencia, vuelves a mensajearte con ella y te prometo que te olvidas de mí.

—Y esta es mi última advertencia, vuelves a tomar mi celular sin permiso y te prometo que arranco cada uno de tus dedos metiches.

Noté que mi esposa me acompañaba en el insomnio con la mirada fija en el techo. El alboroto de al lado no nos dejaba pegar ojo. Probablemente nadie en el edificio podía.

—¿Estás bien? –pregunté.

Ella se encogió de hombros.

—Tal vez deberíamos llamar a la policía a ver si así le paran a sus desmadres.

—Qué flojera atenderlos a estas horas. Seguro nos harían preguntas y nosotros debemos levantarnos temprano. Ahorita se callan.

Al otro lado se escucharon un par de insultos y amenazas más, hasta que ella lanzó un grito despavorido acompañado del estruendoso estallido de vidrios. Sentí a mi esposa temblar del susto.

—¡Esto es una locura! Voy a ir a tocarles.

—No, amor. Quédate en la cama conmigo. Mejor abrázame y nos será más fácil dormir.

—Estos dos se van a matar mutuamente si no hacemos nada.

—Él luce como un buen hombre, no creo que la lastimaría.

—¿Buen hombre? Si seguro le pone el cuerno y por eso tanto pleito.

—O ella es una celosa paranoica. Eso no lo sabemos. Cuando me los he topado en el pasillo él luce muy amable.

—Un hombre muy amable que le arrancará los dedos a su pareja con mucha delicadeza, supongo —contrapuse con ironía.

Fue entonces cuando el llanto desesperado de la vecina traspasó todas las paredes del edificio y no pude contenerme más. Ignoré las protestas de mi mujer, me puse un abrigo y pantuflas, y salí disparado sin siquiera cerrar la puerta detrás de mí.

Me acerqué a la puerta y alcancé a percibir que un chorro de agua acompañaba el sollozo de la vecina. Toqué el timbre y esperé un minuto. Al poco dejó de correr el agua corriendo, se escucharon los pasos descalzos acercarse, vi un ojo asomarse por la mirilla, la perilla giró y la vecina apareció del otro lado sin decir palabra.

Tenía los ojos rojos e hinchados, el rímel se le había corrido por toda la cara, vestía una bata blanca que transparentaba su silueta desnuda y el esmalte negro en sus uñas le daba un toque perfecto a su tétrica apariencia, muy acorde a esa trágica noche.

—Disculpa la hora, vecina. Escuché ruidos y sólo quería asegurarme de que se encuentran bien. ¿Necesitan ayuda?

Tragó saliva. Me observó por un par de segundos como cavilando en las consecuencias de aceptar o rechazar mi auxilio. Su rostro dibujó una sonrisa casi imperceptible y me hizo una seña para que pasara.

—¿Podrías ir a hablar con él? —me pidió en un susurro temeroso apuntando hacia la puerta entrecerrada de su habitación—. Si le dices que llamarás a la policía si no se controla seguro que se calma.

—Está bien —accedí dubitativo—. Pero no está armado, ¿cierto?

—Para nada, te aseguro que es inofensivo. Sólo necesita un susto. Yo aquí te espero.

Avancé despacio hacia la habitación obscura, sigiloso empujé la puerta y la luz del pasillo iluminó un vestido ensangrentado en el piso junto al armario. Por un momento creí que ella estaba herida y yo no lo había notado, pero no tardé en descubrir que la situación era mucho peor. Presioné el interruptor y el cuerpo inerte del vecino apareció tendido en la cama. Tenía incrustados los vidrios de media botella de vodka en el abdomen y un teléfono móvil aferrado a su mano engarruñada.

Escuché que la puerta de la entrada azotó y sin pensarlo tomé el celular para llamar a la policía antes de que escapara la asesina. Encendí la pantalla y se me abrió un hoyo en el estómago más grande que el del cadáver cuando vi la imagen que apareció.

Mis dedos temblorosos recorrieron las fotos en la galería mientras mi pecho contenía las ganas de vomitar. El hoyo en el estómago se colmó de ira, apreté los dientes y solté al menos una docena de puñetazos al rostro del hombre muerto hasta dejarlo desfigurado. Mis nudillos sangraban, pero no podía parar. Había sido infectado por la misma dosis de locura que la vecina.

Miré una vez más las imágenes de mi esposa desnuda y hasta me atreví a reproducir el par de videos que el cerdo había grabado en pleno coito con ella. Arrojé el teléfono contra la pared, le lancé una patada en la entrepierna y volví a mi apartamento aún en trance; no tenía idea de cómo afrontaría tal traición.

El dilema duró pocos segundos ya que la vecina había tomado la decisión por mí. Su bata se había teñido de rojo y en las uñas negras le quedaban rastros de los arañazos que le hizo en la cara a la amante de su pareja. Ella cobró venganza por ambos con sus propias manos, yo solo fui testigo de cómo esa noche los dos infieles caían como moscas en el tablero.